El pasado 10 de febrero el mundo amaneció tranquilo para la mayoría de nosotros. Sin embargo, a 776 km por encima de nuestras cabezas se produjo un acontecimiento muy preocupante. Las agencias espaciales mundiales descubrieron con inquietud cómo, por primera vez, dos satélites habían chocado en órbita. La colisión destruyó al instante el satélite de telecomunicaciones Iridium 33 y el Kosmos-2251, un satélite ruso inoperativo desde hacía algunos años, produciendo además una nube de deshechos que aumentó aún más la basura espacial.

Photo: ESA
Desde el inicio de la era espacial restos de cohetes y de satélites se han ido acumulando alrededor de nuestro planeta y seguirán orbitándolo por mucho tiempo. Efectivamente, los satélites se diseñan para que duren unos pocos años, pasados los cuáles se abandonan a su suerte o a lo mucho se los envía a una órbita más alta para que no molesten demasiado. Así hemos llegado al punto que tanta basura orbitando pone en peligro el futuro de muchas misiones e incluso la vida de los astronautas que habitan la Estación Espacial Internacional (ISS por sus siglas en inglés). De hecho, a menudo, los astronautas se ven obligados a desviar la trayectoria de la estación para evitar uno de esos objetos que siguen flotando por el espacio y cuyo impacto podría tener consecuencias nefastas. Pensemos que cualquier objeto en órbita en el espacio se mueve a unas velocidades vertiginosas que rondan los 25.000 km/h. Así cualquier tornillo se convierte al instante en un proyectil muy peligroso.
Las principales agencias espaciales tienen todas ya programas de seguimiento de la basura espacial y están fomentando la concepción de ideas para eliminar la chatarra existente. Aún así las demostraciones militares entre la China y los Estados Unidos para mostrar su capacidad balística para destruir satélites en órbita no contribuyen precisamente al control de ésta.
Si no se hace algo para evitar su proliferación pronto nos será imposible viajar al espacio.